Recuerdo con especial admiración aquel episodio, casi entrañable, en el que se narra el encuentro entre San Felipe Neri y San Ignacio de Loyola. Dos gigantes de la espiritualidad, tan distintos y tan complementarios, se cruzan en la Roma del siglo XVI.
San Ignacio, siempre tan disciplinado, con su espíritu militar y riguroso, le comparte a Felipe sus experiencias místicas, incluyendo las apariciones que había tenido de la Virgen María.
Lo hace con la seriedad que lo caracteriza, convencido de la profunda importancia de esas visiones.
Y es entonces cuando San Felipe, con ese tono pícaro que lo hacía tan querido, le responde algo que solo él podía decir: “Eso es por no comer”.
No era burla, ni irreverencia, sino la manera en que Felipe traía a tierra las cosas del cielo.
En su sabiduría sencilla, intuía que la mística también puede ser fruto del cuerpo debilitado, y que la fe no necesita de visiones extraordinarias para ser auténtica.
Este momento me parece profundamente humano.
Nos muestra a un San Felipe que, sin negar lo sobrenatural, ponía los pies en la tierra.
Y a un San Ignacio que, a pesar de su firmeza, supo escuchar esa observación con humildad.
Ambos buscaban lo mismo: servir a Dios con todo el corazón. Pero lo hacían por caminos diferentes.
Este encuentro entre ellos, más que una anécdota curiosa, es una lección sobre la diversidad de carismas en la Iglesia, y sobre cómo la santidad puede vestirse de silencio contemplativo o de una broma bien intencionada