Es tradición de la Iglesia rezar a mediodía a la Bienaventurada
Virgen María, recordando con gozo su pronta aceptación de la invitación del
Señor para ser la madre de Dios.
Fue una invitación que la turbó y que apenas si pudo comprender.
Fue el signo de que Dios había elegido a su humilde sierva, para cooperar con
Él en su tarea de salvación. Cómo nos alegramos por su generosa respuesta. A
través de su “sí”, la esperanza de los siglos se ve cumplida, y Aquél a quien
Israel esperaba desde antiguo entra en el mundo, entra en nuestra historia.
Acerca de Él, el ángel había anunciado que su Reino no tendría fin (cf. Lc
1,33).
Alrededor de treinta años más tarde, debió de ser duro mantener
viva esta esperanza cuando María lloraba al pie de la cruz. Parecía que las
fuerzas de las tinieblas acabarían por imponerse.
Y con todo, en su interior, ella recordaba las palabras del
ángel. Incluso en medio de la desolación del Sábado Santo, la certeza de la
esperanza la sostiene hasta la alegría de la mañana de Pascua.
Y así nosotros, sus hijos, vivimos con la misma esperanza
confiada de que la Palabra hecha carne en el seno de María nunca nos
abandonará. Él, el Hijo de Dios y el Hijo de María, fortalece la comunión que
nos une, para que podamos ser así testigos de Él y del poder de su amor que
sana y reconcilia.
Me gustaría ahora decir algunas palabras en polaco en la feliz
circunstancia de la beatificación hoy de Jerzy Popiełuszko, sacerdote y mártir.
Envío un cordial saludo a la Iglesia en Polonia, que hoy se
alegra con la elevación a los altares del Padre Jerzy Popieluszko. Su celoso
servicio y su martirio son un signo especial del triunfo del bien sobre el mal.
Que su ejemplo e intercesión incremente la entrega de los sacerdotes y avive la
caridad en los fieles.
Imploremos ahora la intercesión de María, nuestra Madre, por
cada uno de nosotros, por el pueblo de Chipre, y por la Iglesia de Medio
Oriente, con Cristo, su Hijo, el Príncipe de la Paz.
BENEDICTO XVI